miércoles, 18 de diciembre de 2019

Liliana Blum ¿etióloga de la violencia?




Blum, L. (2019). Tristeza de los cítricos (Voces / Literatura nº 287) 
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“Si alguien te dice la verdad a la primera es porque no te tiene miedo, porque sabe que la única persona que tendría que estar aterrada eres tú.”

Etiología: Causa. Motivo. Razón. Circunstancia. De la violencia. En este caso, de nuestra violencia. Aquella que nos permea en la individualidad y trasmina a la sociedad. Sus representaciones. Su múltiple personalidad. Ella, la violencia, que surge en el lenguaje y se corporiza en la acción. Una y otra vez. Hasta la compulsión. Con saña. Para la violencia nunca es suficiente. Ni para el agresor. La violencia no cesa. Y su narrativa es concéntrica. Con objetivo específico. Un blanco en el cual re-presentarse. Y expandirse.

¿Puede entonces narrarse la violencia; puede contarse la etiología de ésta? ¿Logra la ficción actual deconstruirse e ir más allá del relato cotidiano de la pluralidad de violencias con las que convivimos para entregarle al lector la posibilidad de generar mundos que más que paralelismos nos generen reflexiones?

“Tal vez siempre le adjudiqué demasiada importancia a las palabras, tanto que mi realidad dependía de ellas. Si uno enunciaba las palabras, aquello que uno decía se volvería verdad.”

No es este texto, sin embargo, uno que abone o siquiera esboce alguna respuesta. Al contrario, lanza muchas más preguntas, mismas que surgen a partir de la lectura del más reciente volumen de relatos Tristeza de los críticos (Páginas de Espuma, 2019), de Liliana Blum (Durango, 1974), el cual conjunta 10 relatos en torno a la violencia, principalmente aquella que se genera hacia las mujeres y ¿su etiología? ¿sus representaciones sociales? ¿Sus aristas? ¿Sus consecuencias? Injusto sería para el probable lector, darle una respuesta que, quizá y sólo quizá pueda dar tan sólo la autora.

No es ésta, además, la primera vez que Liliana Blum ahonda en las fauces del agresor o que se sumerge en las entrañas de la violencia. Sea desde la novela -El monstruo pentápodo, 2017; Pandora, 2015- o en volúmenes de relatos -Yo sé cuando expira la leche (2011), The Curse of Eve and Other Stories (2008), El libro perdido de Heinrich Böll (2008), Vidas de catálogo (2007), ¿En qué se nos fue la mañana? (2007) y La maldición de Eva (2002)- su tema, casi obsesión, es narrar ese círculo concéntrico que es la violencia. Para explicársela. Para intentar representarla, hasta llenarle el cuerpo de tatuajes-palabras que la nombren y la evidencien y, aun cuando no la debiliten, la marquen, la visibilicen, del mismo modo en que ella, la violencia, marca a las mujeres, paradójicamente, hasta invisibilizarlas. ¿Es entonces, la palabra una manera de corporizar la invisibilización? Sin duda. Convencida estoy de ello. Sin embargo, este tête-à-tête podría no darse del todo. ¿Por qué?

Cada uno de los relatos de Tristeza de los críticos, tiene en su agridulce crueldad, una dolorosa carga de realidad, de frases demoledoras, de creencias sociales. Cada relato, protagonizado directa o indirectamente por una mujer, siempre receptáculo de las violencias más ostensibles, caen en el lector como dagas. Golpean pero no aniquilan. Quebrantan pero no atormentan. Cada una de estas historias, son entrópicas y conscientes de su irreversibilidad, sea por causa o condición. Es en el co-relato, las más de las veces tácito en donde habrá que construirse la alteridad. El lector, deviene así, en un tercero testigo co-responsable que puede -y debe- dar testimonio. ¿Se transforma entonces el lector en percutor o en apólogo?

“La gente puede sobrevivir debajo de una gruesa capa de hipocresía. Puede traicionar sus ideales, supuestas creencias, principios, promesas, lo que sea, pero no puede vivir con la verdad.”

La literatura da cuenta. Es una invitación constante a darnos cuenta. Inmersa en su contexto, en su época, en sus posibilidades permite. Sin embargo, la manida frase “la realidad supera la ficción”, nos ha alcanzado. Y eso no hay que perderlo de vista. La narrativa de ficción está siendo superada (sí, en gerundio) por el periodismo narrativo. Necesitamos nuevos ejes. O detenernos. Es el realismo, como género, el que necesita revitalizarse. O detenerse. El testimonio de las víctimas reales y muchas de ellas, sobrevivientes de estas violencias (unas más visibles que otras) nos mantienen en contacto con pulsiones que nos entregaba la “ficción”. ¿Qué tendría que narrar el escritor de no ficción, hoy día para darle una vuelta de tuerca al tema? ¿Cómo y desde dónde va a aportar a la lectura de las problemáticas de la sociedad actual, el escritor? ¿Cómo construir ese peculiar punto de vista desde la ficción? He ahí el reto. La narrativa contemporánea, en particular, la narrativa de ficción latinoamericana tiene que superarse a sí misma.

“Los cuentos de hadas, la nota roja y las leyendas urbanas son nuestro imaginario colectivo. Pero de un tiempo acá lo que le preocupa a mi madre es diferente. Los levantones de personas que aparecen más tarde decapitadas o desmenuzadas en alguna carretera. Los tiroteos con metralletas de balas tan grandes que destapan cráneos, los colgados, las balas perdidas que encuentran sin querer algún transeúnte.”

Para Tristeza de los críticos, “yo me quedé tendida allí, desnuda como un sándwich de carne que alguien ya no quiso.”



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