Corría el año 2008 cuando, Editorial Aldus editaba en México la ópera prima del gran poeta surrealista Georges Limbour (1900-1970) Los Vainilleros, escrita en 1938. Como muchos libros, aquel tuvo la misma buena o mala suerte que tienen los grandes libros en pequeñas editoriales. Yo, debo reconocer, que fue gracias a mi trabajo como reseñista en el Suplemento Arena (extinto hace años) del Excélsior que lo tuve entre mis manos y, aunque, hoy día es uno de mis queridos tesoros en el librero, asumo que había olvidado por completo su existencia en él. Es decir, no es una lectura recurrente ni de buró.
Mi anécdota personal no vendría a cuento si no fuera porque, gracias a la también ópera prima de Norma Blanco Maasberg (México, 1973) Te querré más todavía (Planeta, 2017) lo recordé como si lo hubiese leído ayer. Conforme avanzaba en la lectura de la novela de Norma, volvían a mí fragmentos no sólo de la obra de Limbour, sino olores, texturas e incluso, instantes de lectura que creía olvidados. Sí, la memoria tiene guiños impredecibles que facilitan el encuentro con diversas narrativas, entendidas éstas como la construcción de historias socio-personales y la representación de las mismas.
A partir de la configuración de tres escenarios narrativos, la prosa de Norma Blanco va escribiéndose en una narrativa otra, la de la selva de la ficción, hasta un terreno fértil que tiene como por cauce el río Nautla y como caudal el misterio y fascinación de una familia francesa y tres generaciones de ésta, fincadas en El Mentidero, una Hacienda asentada en el terreno aceitoso del único aroma comestible, la vainilla cuyos cimientos, paradójicamente, lejos están de ser paradisiacos sino que muy por el contrario, se levantan sobre el fango de las lágrimas, el dolor y la imposibilidad. Porque ahí, donde se es capaz de industrializar la siembra y cosecha de la vainilla, ahí donde es posible, proveer y mejorar a una orquídea silvestre, no puede reconstruirse el alma, no puede hacerse comestible el deseo, no le es dable a sus habitantes, la sabiduría de desvainar el alma humana ni de hallar el instante propicio para la cosecha del amor, por más que se busque tierra fértil en la pasión: “El hombre siembra para cosechar. Lo mismo vainas que afectos. Y durante su labor no piensa en plagas ni en desastres. La ilusión de obtener la recompensa deseada lo mantiene alejado de pensamientos funestos. Y hasta que una fuerza oculta le da y le quita, le muestra y le esconde, se da cuenta de lo irrelevantes que pueden ser sus planes”.
Vuelvo entonces, al Paraíso planteado, en 1938 por Limbour. Ahí donde él planteaba en aquella su ópera prima, como ya lo he dicho, el descubrimiento de la vainilla, y en la construcción a partir del deslumbramiento por la vaina misma y todo lo que de ella emanaba, un Paraíso aromático comestible. En aquella historia, lo que sucede es que el narrador, busca llevarlo de Veracruz, a otras tierras. Migrar. Llevárselo hacia otras tierras.
A diferencia de Limbour, lo que Blanco Maasberg propone (quizá sin proponérselo) es una analogía entre la orquídea silvestre y el proceso de domesticación (mérito de la colonia francesa y no de los totonacas, como se cree) de la vainilla de alta calidad y esa otra orquídea, silvestre e indomesticable que es el deseo y la pasión de una mujer. Orquídea-vaina; vainilla-mujer. Otros paraísos. Otros espacios. En Te querré más todavía, la aventura está dada de origen. Ya ha sucedido la migración. La colonia francesa, poco a poco se ha ido asentado en la región. No quieren llevarse los frutos que el paraíso les entrega, quieren hacer, de esta nueva tierra, su paraíso. Apropiárselo. Pero la propia historia, su propia historia, viene cargada de ausencias, de dolores, de infortunio. ¿Cómo acercarse sin temor a la belleza, cuando lo que se trae a cuestas es el dolor de la nostalgia? ¿Cómo arriesgarse a ganar si se han arriesgado al perderlo todo, para re-comenzar?
La novela de Norma Blanco es también una historia de lejanías. De pérdidas, en suma. De encuentros a cuenta-gotas, a partir de dos momentos históricos: Del invierno de 1856 a agosto de 1873 cuya protagonista (y eje central de la novela) es Catherine y, del verano de 1937, al otoño de 1943, cuyo eje protagónico, corre a cargo de Marie. Dos mujeres. Abuela y nieta, respectivamente. Dos triángulos amorosos. Dos contextos políticos y sociales muy peculiares. El vómito negro. La fiebre amarilla. Un México convulso. Una Europa en guerra. Querer ser de acá, sin dejar de ser de allá. Tener todo y no tener nada. Desear mucho y poder poco: “La gente teme a la muerte por lo que se lleva. La ausencia trae carencias y las carencias duelen. Pero es un dolor soportable, terminas por acostumbrarte. El verdadero problema no es lo que te quita, sino lo que te deja. La muerte ajena te confronta con tu propia extinción”.
Dónde convergen las historias, cuáles son las semejanzas y cuáles son las frustraciones y pasiones que generan las narrativas entrecruzadas de las protagonistas, es algo que las y los lectores tendrán que ir descubriendo, también migrando de época, saltando históricamente de un momento a otro, pero habrá que decirlo desde ahora, reconociéndose en cada espejo de agua, entre la lluvia, entre los conflictos; desvainando las desigualdades.
No es asunto menor y hay que hacerlo notar que, pocas veces, muchas menos que las y los lectores podrían imaginarse, una ópera prima tiene el ritmo y el rigor narrativo que posee Te querré más todavía. Es una escritura pulcra, construida a partir de la metáfora, la imagen y el color, que genera no sólo la empatía desde las primeras páginas sino que logra que los aromas propios de la región invadan la atmósfera. Cada uno de los capítulos, se construye a sí mismo desde una imagen inicial; es en ese primer párrafo que se entrega, a quien lee acuciosamente no sólo la clave de lo que se desarrollará, sino el tono de memoria, de relato ancestral o postal. ¿No es la vida, en retrospectiva un conjunto de postales que a golpe de recuerdo nos permiten con mayor o menor fortuna, reconstruirnos? Sí, el narrador va y vuelve, de un pasado a otro, para entregarnos un presente histórico, reconstruyéndolo a partir de esa imagen otrora memoria hasta dejar en el lector anidado un nuevo recuerdo, que, a diferencia de la tendencia narrativa contemporánea, no hace de la frase corta un bastón y se invierte, por momentos en detalladas descripciones, hasta entregar ese imaginario deseable que facilita no sólo internarse en las plantaciones sino que invita a no salir de ellas, hasta hacer también, de la lectura, un paraíso habitable
Foto cortesía de la autora |
Sin embargo, los paraísos tienen sus propios secretos. Sus frutos predilectos, sus olores y sabores. Porque atravesar el río en palangana o en bote, se disfruta o se maldice. Igual te tira un caballo que te muelen a golpes. El clima extremo te destruye una cosecha, pero el desamor te aniquila el alma. La insatisfacción te carcome. La imposibilidad, la duda, el silencio te mata tanto cuanto más rápido que el vómito negro. Ningún Paraíso debiera permitirse el desamor más ningún amor ha sido jamás paradisiaco. ¿No son el conjunto pasiones, de deseos, de anhelos, las selvas más difíciles de recorrer para el ser humano? Porque ahí, donde se es capaz de domesticar a una orquídea como la vainilla, ahí, justo ahí en esa región en la que Los Roussel y descendientes han sido capaces de hacerle el amor a la vaina han sido incapaces, por otro lado, de hacerle el amor a la otra tierra, hasta dejarla infértil y envilecida.
“La flor de vainilla se abre solo una vez. Expone su naturaleza hermafrodita durante alguna mañana cálida de primavera y, al llegar el sol a su cénit, comienza a ocultarla. Y en este breve lapso tiene la oportunidad de generar otro ser, una vaina a la que permanecerá abrazado su cuerpo inerte, de otra suerte se mezclará con la maleza que yace en el suelo en un tiempo no mayor a dos días”. Del mismo modo en que hay que esperar el tiempo adecuado para extraer el mejor aceite de la vainilla, hay que esperar, en la historia, el tiempo adecuado para que cada misterio sea revelado, pues aun cuando la historia está narrada desde un presente histórico, con un narrador omnisciente, en la lectura no debe perderse de vista que está contenida la historia de casi 100 años por demás convulsos. Norma ha sembrado la historia de su propia historia en la Historia y las semillas irán dando poco a poco, frutos y, aun cuando no es menester de este texto, hay que hacer hincapié en que, como en toda región de múltiples variedades, la lectura de Te querré más todavía, tiene ejes a considerar como vehículos de análisis: la migración francesa y el hecho de que en la región hubiese una colonia importante (aunque se hubiese diezmado con los años, sobre todo por las enfermedades y pequeños enfrentamientos); la riqueza agrícola, la importancia de la industrialización de la vainilla; la inestabilidad política, caótica y en conflicto constante del propio gobierno mexicano y las repercusiones económicas; el juego de roles, la esclavitud, el racismo.
Foto cortesía de la autora |
Mención aparte, pero central, implicaría detenerse en el papel de la mujer y, en los juegos de rol que la novela plantea, pues más allá de corrientes o posturas, y sin perder de vista que son dos mujeres las protagonistas de esta historia, es precisamente por la visión, por las expectativas que se depositan en el “ser mujer”, en el comportamiento de una mujer, en el estigma y en el estereotipo de lo permitido y lo no permitido que el conflicto dramático de Te querré más todavía se sostiene. La opresión social, el sinsentido del deber se contraponen, se priorizan al deseo personal. Al placer y al goce. Mujer objeto, siglos ha y si no se desea en tanto mujer aquello, los costos son altísimos: “Dos versiones de una misma tragedia, la de vivir anhelando un amor que llega a ratos pero no permanece, como chispazos que iluminan el mundo deseado, que lo muestran, que lo hacen visible para después apagarse y sumirte en la peor de las tinieblas. Dos historias donde la pasión arrasante y clandestina estuvo presente. Dos historias de lucha, de sobrevivencia y de vainilla”.
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