Esta madrugo-mañana puedo sentarme frente a la computadora y escribir un poco. Checar el correo electrónico. Intentar, mínimamente, conectar(me) con el mundo, como ustedes, los otros, tantísimos otros, lo han hecho oficialmente y porque no les queda de otra, desde hace ¿35? ¿30? ¿20 días? Muchos de ustedes, incluso, ya perdieron la cuenta. De los días. De sus días de encierro. De sus noches. De sus insomnes noches. Otros, tantísimos otros, no han cambiado su rutina. Ya pasaban horas frente a la computadora desde sus casas desde ¿hace 10 años?, ¿cinco?, ¿tres? Miles de personas trabajan desde sus casas. Su oficio lo permite. Sus empresas lo facilitan. Razones y sinrazones, hay para dar y prestar. Yo misma, trabajo en casa desde hace más de una década, haya sido esto voluntario o involuntario. No es el tema.
Estos días de encierro, de nuestro encierro que parece no tener fin, a diferencia de ustedes, no lo he pasado frente a una computadora. No he leído ningún libro. No he aprendido inglés ni francés ni alemán. Apenas y escrito algunos tuits, he escrito algunos posts en facebook. Tampoco he visto cientos de series ni películas. Ni siquiera decenas. No me he puesto al corriente de nada ni con nadie. Tengo las mismas charlas pendientes, el mismo trabajo atrasado y el clóset intacto a la espera de esa limpieza profunda que dicen que me darán ganas de realizar ante la desesperación del ocio o del no saber qué hacer conmigo misma en el encierro. En el forzado encierro. En el necesario encierro. En el obligado encierro. En el mandato #quédateencasa.
La historia del encierro se complica cuando hay que agregar calificativos como confinamiento o aislamiento. Y lo primero que pienso es que hemos (han) utilizado mal la palabra confinamiento, pues aunque el encierro es obligatorio y temporal, no es en otro sitio que no sea nuestro domicilio. Vuelvo entonces al concepto encierro aislado. A la mezcla terrible del encierro en aislamiento. Entonces, como si de una subtrama macabra se tratara, los cabos sueltos se transforman en una sintomatología diversa y, paradójicamente semejante. ¡Esa diversidad semejante! ¿Diversidad semejante? Quede ahí. Como subtrama, como subconcepto, a abordar o no, en estas líneas.
Y es que el encierro cuando suma aislamiento connota castigo. ¿Qué les pasa a los presos que castigan? ¿A dónde mandamos a los hijos “a reflexionar”? ¿Qué pasa cuando decimos: “a tu cuarto y no salgas”? Desde pequeños, aislarnos es castigarnos, no protegernos.
Esta vez, ante esta pandemia SARS CoV-2. Se nos conmina al encierro (aún por ahora) y se nos impone el aislamiento, en caso de presentar sintomatología, en caso de enfermar. Ese ha sido mi caso. Ese ha sido mi no andar por el primer ciclo de encierro. Ni el encierro ni el aislamiento ha sido a voluntad o a medias. Para mí es obligatorio y de a 24/24 hasta hoy ya, de un sinnúmero de días que suman 32 días, 30 de ellos con dedicatoria COVID. 32 largos días, con sus respectivas noches, exceptuando la de hoy, porque ésta no ha caído. Al menos para mí. Hoy, 30 días después, de salida covidiana, y aun cuando el aislamiento obligatorio para mí es todavía hasta el 25 de abril, parafraseo el chiste del “¿Alguien anotó las placas del trailer que me pasó por encima? Y es que así es esto, el COVID19 te pasa por encima. Por cada parte de tu cuerpo. Sí, se acomoda perfectamente en las vías respiratorias, anida en el aparato respiratorio pero se pasea por el resto de nuestra casa cuerpo “a sus anchas”. Se pasea y, o pasa de largo o te destruye. Y sí, los médicos, los epidemiólogos, dicen que, en la mayoría de los casos pasa, te desacomoda toda la casa, hace un tiradero, se cansa y se va. Como lo sabemos, otras casas-cuerpo le gustan tanto que se ls apropia y las destruye. Entonces las complicaciones, la neumonía, la muerte. Y destruye todo a su paso: personas, familias, sociedades, países. Por supuesto, economías. Y ante su cautelosa invasividad poco qué hacer, salvo reconocerle a tiempo. Reconocerlo es curiosamente reconocernos. Conocernos. Sabernos cómo estamos y cómo reaccionamos ante nuestras enfermedades. Saber reconocer nuestros propios síntomas. ¿Cómo estábamos antes, exactamente antes de que llegara de visita? Es que se parece como a… es que, quizá no es como dicen que es… es que no siento lo que dicen que tengo que sentir… Y recuerdo que mi tía decía: “Mira, al vocho le suena todo; hay que saber escucharlo porque todo ruido en el vocho es normal salvo un ruido nuevo. Entonces, si los ruidos del vocho cambian, algo le pasa, seguro algo le pasa.” Y no es que me considere el vocho, ni que los cuerpos sean vochos, pero si escuchamos o medio escuchamos al cuerpo, a nuestro cuerpo, seguro podremos reconocer con mayor facilidad qué sí nos pasa y qué no nos pasa. Y entonces esa autonomía dentro del encierro, implica también autocuidados.
Poco a poco lo sencillo se hace complejo. Y cuando ves, estás ahí. Y cuando desperté, parafraseando al maestro: el COVID19 estaba ahí. Había llegado y no sabía qué se le iba a ocurrir. Estábamos solos. El COVID19 y yo, encerrados y aislados en mi casa. Él y yo. En mi casa. En mi cuerpo. En mi cuerpo casa. Y a bancársela. Y a convivir.
Y clarito me dije, desde el 17 de marzo que esto era inminente y desde antes, cuando empezábamos a tomar en serio lo ocurrido en Europa casi con la inocencia de un crío de que quizá a México no llegaría y con la taquicardia miedosa de que era cuestión de tiempo, que no sucumbiría al relato testigo del “Querido Diario”. Sabía incluso, porque alguito me conozco, que eso del Diario (porque nunca lo he tratado de Querido) no me funcionaría, pasara lo que pasara en el país, porque jamás he logrado una libreta de reflexión de 50 páginas. No escribo en orden, no llevo el registro diario de reflexiones, sentires y emociones. Cuando hace muchos años lo intenté, por más ejercicio disciplinario que fuera, lo abandoné. ¡Ay las libretas, los diarios, el registro! ¡Gran género literario y nomás a algunos no se nos da! Siempre me justifico (y muy absurdamente) de que en la única charla que tuve el honor de compartir con el gran Ricardo Piglia, me dijo “con el tiempo, reviso mis libretas y me doy cuenta que en ellas quedaron plasmadas cosas que yo creía que no eran relevantes y que las que yo recuerdo como relevantes no están”… en ese momento ya no me acuerdo a dónde llevó esa respuesta pero ahora me acuerdo de sus diarios y entonces me digo, ¡Ay, ajá, pero él sí sabía lo que escribía y yo he de sonar a “Querido Diario”! Digo que uno tiene su ego, pero no es tan idiota para compararse con los grandes. Digo, una tiene límites.
El registro, el prontuario, el testigo. El dar cuenta. El darse cuenta. ¿Quién dijo aquello de “el escritor es el gran cronista de su tiempo”? ¿Ya se volvió lugar común? No lo sé. Yo, si algo reconozco (y no me enorgullece) es que escribo a des-tiempo, y dentro de una indisciplina-disciplinada. Pienso por semanas, por meses, por años, las historias, las anécdotas y las guardo en quién sabe que cajón de mi alma y cerebro. Anoto aquí y allá, luego pierdo las libretas con las ideas (y éstas aparecen cuando ya es tarde o por lo menos cuando son innecesarias y no son más que letras nostálgicas que me hacen decir frases como: ¡A buena hora aparece este pinche cuaderno! ¿No me jodas, aquí estaba, cómo no abrí este cajón!) y después, muchos despueses después, de pronto me siento frente a la computadora, o frente a una libreta y escribo, escribo, escribo, escribo. Y guardo, guardo, guardo. Algo muestro, pero poco. Escribo más de lo que muestro y casi nada lo publico. Pero ya sabemos que escribir y publicar ni es lo mismo ni es igual. Diga lo que diga el mercado, la industria y los demás, sean quienes sean los demás. El asunto es que, nomás no se me da el “Querido Diario” ni antes ni ahora. Pero me deleitan los Diarios de los otros. Sobre todo los de los Grandes Otros. En el caso específico de esta pandemia, de esta pesadilla covidesca, sobran y sobrarán “queridos diarios”, testimonios, crónicas personalísimas, personales, cercanas, familiares, comunitarias, sociales, mundiales. A pesar de ello “La Gran Historia del COVID19”, más allá de las limitadas y plagadas de lugares comunes historias de COVID19 que se escriben en tuits y posts y se escribirán en novelas, noveletas, testimoniales y ensayos próximos a publicarse por las editoriales que sobrevivan a la pandemia, esa Gran Historia del COVID con buena suerte y memoria para las próximas generaciones, también la escribirán las siguientes generaciones, los niños de ahora, los recién nacidos. Los por nacer. Nosotros, así en gerundio, estamos siendo esos personajes que ellos, los otros otros, están por narrar. O no.
Lo curioso de este asunto es que hoy, mientras escribo, miro el calendario. Me parece lejanísimo aquel sábado 21 de marzo del 2020, aquél sábado por la tarde en la que vi a mis nietos, jugué con ellos, los besé y me despedí con un, nos hablamos y nos vemos lunes o martes. Vienen uf, muchos días por delante. Esa misma tarde noche, vi a mi yerno, a mi hija. Llovía. Les dije los amo. Nos hablamos. Descansen. Parecía un sábado normal, aunque no lo había sido. Y siguió sin serlo. Para el domingo 22 de marzo del 2020, yo presentaba síntomas de “un gripón” con una migraña tan tremenda que creí que me daría un ICTUS y… ¿recuerdan que no se me da el “Querido Diario”? Pues es que soy fiel a mis principios. Hasta ahí puedo narrar sin ficción.
Sí, hoy 30 días después, sin síntomas pero convaleciente, reponiéndome minuto a minuto, soy incapaz, siendo sensata y sin aderezarlo con ficción, eso incapaz de reconstruir mi día a día, de estos últimos 30 días. He narrado lo que he podido en dos testimonios en facebook el primero de ellos un domingo y otro de ellos cuando me dieron una pre-alta, el pasado 11 de abril, más con el sentido de motivar el quédate en casa y explicar que es posible salir de ésta, justo en casa, y no con otra intención. Esos videos tenían también la intención de calmar a muchas personas que me llamaban o me escribían y yo no tenía fuerza ni ánimo de contestarles a una por una.
Caray, hoy, 30 días después (uf, ¡qué fuerte!) No puedo narrar ese día a día. Ni siquiera podría hacer un recuento, día a día de síntomas. Tengo lagunas, muchas, de días enteros. Apenas y recuerdo dos noches infernales con sus sueños-pesadillas pero tampoco podría narrarlos con exactitud. Uno de plano se me olvidó, el otro, todavía me da taquicadia porque lo recuerdo por fragmentos.
¡Es una pena que no se me dé romantizar algunas cosas (otras, las romantizo re-bien y hasta me excedo en ello) entre ellas el encierro, el aislamiento, el yo-mi-me-conmigo, porque me uniría a los miles de tuits y posts y estaría “bien in”, pero no, pues no se me da y ya está. Carencias que tiene una qué se le va a hacer.
Tampoco estoy nivel idiota máxima de que soy el ombligo del mundo. Miro, aunque a veces no quisiera, a mi alrededor. En lo personal, en la microhistoria más micro de mi ser, y no sé si con muchita o poquita, o la justa autocompasión del COVID19 mismo ¡Carajo estar enfermo y solo es de la mierda! Doy gracias infinitas de no haberlo estado en soledad. Porque solitario y en soledad no es lo mismo. Ni es igual. Afortunadamente fue en solitario pero no en soledad. Y pasarla en solitario, trae consigo otros miedos, otros temores, otrs reflexiones.
Salir al mundo virtual, ese mundo de las redes, de la TV, de los medios masivos, que me traía la pregunta constante del ¿Y mientras yo me azoto en fiebre, dolor, tos, quejumbres, quejumbritos, quejumbrotes, qué pasa en el resto del mundo? Cuando salí de la fase más jodida, y pude leer, ver, dije… ¡Madre santa pura y cristalina, mi pequeñísimo drama corporeo-personal está mucho menos del carajo que afuera! Y esos son otros dolores. Y al parecer tan inevitables e irreflexivos como el COVID19 mismo. En el mundo. En todos los mundos posibles y probables que caben en el mundo.
Sí, soy incapaz de escribir un “Querido Diario”, de estos 30 días. De hacerlo, seguramente comenzaría con “Odiado SARS- CoV-2”, pero si de algo estoy convencida es de que ese diario, este diario, tampoco lo escribiré.