Adriana Díaz Enciso (Guadalajara, Jalisco, 1964)
comenzó su carrera literaria como poeta y, poco a poco, fue entrando al terreno
de la narrativa llevada por el aliento de las pasiones humanas que sus
personajes experimentan en lo más profundo. Es una escritora preocupada por la
existencia, por encontrar respuestas y crear vínculos, no sólo con el lector,
sino con el espíritu de éste y los personajes, creando dentro de las páginas de
sus libros un espacio único de experimentación y complicidad mutua.
Literatura y realidad, vida y muerte, se unen a través
de las palabras en “Puente del cielo” (Random House Mondadori, 2003) título de
la más reciente novela de Díaz Enciso. Un puente que la también la autora de
“sombra abierta” ha creado para explorar el dolor hasta sus últimas
consecuencias mientras trata de responderse, a través Julia, si es que el amor
existe o es una invención, tema que, de algún modo, ya había sido abordado en
“La sed” (Colibrí, 2001) y que parece ser el hilo temático de la obra de
Adriana, junto con la belleza y el deseo, también abordados desde diferentes
perspectivas, en ambas novelas. De algún modo, a ratos la lectura me dio la
sensación de ser el epílogo de aquella primera novela pero que, a diferencia de
ésta, me cautivó desde el primer capítulo.
En Puente del cielo, la autora nos cuenta la historia
de Julia, una joven de edad indefinida pero que podemos suponer que no rebasa
los 30 años, y que padece una extraña enfermedad; sin embargo, ha decidido sobreponerse y abandona el
encierro en casa que los médicos habían recomendado simplemente “por romper
aquel cerco invisible. Por eso había salido. Porque la rodeaba una muralla
inmaterial que la dejaba fuera del mundo, y la calle le prometía la
reintegración.” Ahí comienza la novela. Esta es la punta de lanza hacia la
libertad (no hacia la felicidad) que aun cuando Julia en la cree poder definir,
difícilmente podrá experimentar pues su cuerpo parece marcarle la pauta a
seguir y le impide por todos los medios recuperar la vitalidad que poseía. La
agonía de Julia, entonces, comienza a enfriar los huesos del lector cuando, al
pasar las páginas, el dolor parece no tener fin. Los cuestionamientos, la
reflexión, el miedo a morir, van mostrando las reglas del juego para dejar a Julia
en la indefensión.
Cómo si encontrarse en una situación límite no fuera
suficiente, esta joven, durante días se encierra en su departamento con Julián:
“el extraño de piel tan blanca y ojos tan negros que amablemente se había
ofrecido a llevarla a casa después de atemorizarla toda la noche con su
mirada... aunque no los uniera ningún recuerdo común, ninguna fidelidad, ningún
conocimiento. Era eso, o aceptar la contundente muerte del amor.”
Sin embargo, al iniciar la novela, ya el lector se ha
percatado de que Julia no está sola, hay un tercero en discordia: Flavio, la
imagen del amor, ese que Julia ha
preferido despreciar por parecerle inexplicable. Tal vez no quiera dañarlo, tal
vez sea incapaz de aceptarlo. Este hombre deambulará por las páginas del
“Puente del cielo” y será un fantasma testigo, un doliente sin respuestas.
Sobre el puente, Julia camina dos pasos hacia la
muerte y uno hacia la vida, aferrándose a la vitalidad de Julián, quien la
seduce bajo cualquier pretexto y sin importarle su enfermedad. Esta relación, a
ratos vampírica, por momentos angelical, va a convirtiéndose en un juego
perverso en el que las caricias, la excitación y la sudoración de Julián le dan
vida a la Gornick experiencia que vive la protagonista y que al mismo tiempo le
reduce el energía vital que necesita para sobrevivir. ¿Cuál será el final de
esta experimentación de sensaciones, de esta retahíla de reflexiones, de estas
teorías sobre el ser y el existir? Ésas respuestas que usted está esperando
tendrá que encontrarlas - o deducirlas- a lo largo de las 114 páginas en las
que se construyó este puente y decidir por cuenta propia si lo cruza.
Es justo en este punto, cuando se ha llegado al final
de las páginas, que la duda cobra vida y, de manera inexplicable, las preguntas comienzan en cascada a mojar al
lector hasta agobiarlo. En lo personal esto me deja una especie de sinsabor
literario, si es que vale el término. A pesar de la prosa, pulcra y sencilla,
no se logra la lectura ágil ni fluida; el exceso de descripción, el círculo
-cerrado desde la primera línea- de la vida, el umbral de la muerte como
verdugo, la ausencia de posibilidades para Julia y, sobretodo, la constante
indefinición de circunstancias, integran una serie de pequeños muros que el
lector tendrá que ir rompiendo si decide continuar dándole una oportunidad más
a cada vuelta de página.
De pronto pareciera que uno como lector va leyendo las
páginas cubierto y resguardado por el hálito de la esperanza y con la sensación
de que, al siguiente capítulo, algo ocurrirá, mas no es así; tampoco logra
penetrar en la psique del lector a tal grado de convencerlo de que Juli existe,
de que navega por ese espacio, desprotegida. A su suerte. La indefensión tan
prometida es un timo.
Además, aún tras varios días de haber terminado la
lectura de esta novela, no logró responder las preguntas que retumbaron en mi
mente: ¿eb qué estaba pensando la también autora de “La sed” cuando decidió que
el desconocido, su salvador, su ángel, se llamaría Julián? ¿Por qué? ¿Acaso quiso hacer de Julián un
ángel de la guarda, o mejor aún, es la sombra junguiana?, ¿una misma
personalidad?, ¿es en realidad -y eso sería un doble timo- que Julia esté
muerta desde la primera línea y sólo se nos de un paseo por “el más allá”
evidenciándonos lo vulnerables que somos los que nos quedamos en el “más acá”?
Creo que siendo esta, la segunda novela de Adriana, es
aun demasiado pronto para aventurar una teoría sobre su narrativa, o
deshilvanar su propuesta estilística. Hay que reconocer que ha trabajado la
prosa y eso a cada párrafo, se reconoce. Sin embargo, esperemos la tercera
novela, leámosla y entonces decidamos si, Adriana Díaz Enciso, como narradora,
es excelente poeta. Esperemos.
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