“Hay experiencias, muchas de ellas individuales, que por más que procuremos no podemos compartir. Uno como escritor intenta trasmitir al lector todo esto, pero hay toda una parte que es como si no fuera nombrable y en eso hay, para mí, una gran soledad, un gran aislamiento. Me interesa lo monstruoso y lo deforme en general. Para esta novela, leí mucho sobre cirugía plástica y me interesan también todos los asuntos que tienen que ver con la identidad. Quizá, desde la otra novela, hice investigación también en comportamiento animal. Quizá sí, siempre está presente la certeza de que nuestra personalidad o nuestras actitudes tienen facetas de perro, de pájaro, de liebre.”
En nuestro imaginario, héroes y súper-héroes -alimentado y enriquecido por Marvel y DC- están constituidos de manera peculiar. Los superhéroes como norma tienen un don, una peculiaridad adquirida por mutación genética sea esta natural o artificial -en laboratorio- pero es condición sine qua non ser diferentes -anormales, criaturas del mal, extraterrestres, no humanos-. Su don, lejos está de ser mandato divino. El héroe por su parte, tiene otras tantas características especiales y lo cual a dado pie a miles de estudios (unos más sesudos que otros) al respecto. Sin embargo, en un punto, héroe y súper-héroe podrían, o no, ser mitos. ¿Qué pasaría si los “súper-poderes” fueran otorgados a una persona por mandato de Dios? Y ¿si el ser un héroe no fuese algo satisfactorio ni genial?... ¿En qué radica la heroicidad? ¿Lo súper de la misma?
Habríamos de tener entonces la capacidad de replantearnos una serie de preguntas. Generar duda. Construir otro espacio. Un mundo de transmutaciones, donde “todo” y “nada”, “mutaciones y transmutaciones, son tan lógicas como absurdas, tan reales como ficticias, tan paralelas como alternas. “Nada y todo” son y se incluyen, al tiempo que se repelen para entonces, fusionarse en “El aislamiento”. Esto generaría, un Mundo Paradoja y lo que ahí suceda, sería, en consecuencia, una épica paradoxal.
Una épica paradoxal, es justamente lo que ha construido Daniela Tarazona (Ciudad de México, 1975) con su segunda novela, El beso de la liebre (Alfaguara, 2012) a través del relato de la vida y aventuras de Hipólita Thompson, una súper-heroína que tiene el don de la inmortalidad otorgado directito por orden de Dios y quien se gana la vida de panadera pero cuando se viste de rojo, sale a buscar la justicia en el mundo…pero en esta historia (ya lo he escrito líneas arriba) “todo y nada” se funden y confunden. No se es ni se está. Y viceversa.
“Por un lado, cuando escribo, nunca sé que voy a contar. Tengo al personaje y lo pongo a actuar en escena y voy viendo hacia dónde va. La propia experimentación que para mí es escribir, me da tono. Creo que en el mundo en el que vivimos el contar, el tener simplemente características afectivas, físicas, vitales, búsquedas diferentes, es una dificultad. Toda la estructura del mundo en el que estamos, semejante al orden del dios de la novela, es un mundo donde la diferencia y la particularidad, lo freak, no tiene mucho sitio, el sitio que tiene es de anomalía y siempre me he sentido un poco anómala y pues quizá eso tienen mis personajes.”
Esta “Súper-heroína” bien podría ser una “anti-heroína” y Dios, bien podría escribirse con minúscula y no ser, salvo acaso, un burócrata menor hastiado no sólo de su condición, sino de su propia creación. ¿Es que acaso, lo que ha creado ese dios, que de misericordioso tiene muy poco no es otra cosa que una bestia horrorizada de estar atrapada en ella misma? “Lo que más me interesa cuando escribo es la construcción del personaje, del protagonista y me clavo en eso muchísimo. Quería ironizar acerca de la heroicidad, de los superpoderes, ni siquiera como un asunto dirigido a la feminidad; me parece que todos los personajes comparten esa especie de fracaso. Están echados al mundo y cada quien hace lo que puede pero no llegan muy lejos. Yo creo que Hipólita es una superheroína que yo quería que fuera inmortal porque me interesaba indagar qué sucedía con un personaje que transgrediera muchos límites y que renaciera una y otra vez, porque entonces tendría que resolver cuál iba a ser su condición de víctima dadas sus características. Quería ir, teóricamente, más allá de la victimización. En ese sentido, hay en El beso de la liebre toda una parte de la realidad cotidiana, vital, que es completamente ilusoria por un lado y, por el otro, absurda; sí, soy de esas corrientes filosóficas en las que se siente la existencia misma, absurda…”
En ese juego de absurdos, Hipólita de tan patética resulta encantadora y dios, de tan mortal, resulta gris. El juego víctima-victimario se torna en un laberinto sin salida y el intercambio de roles genera una ola expansiva de caos y vacuidad: “No me interesa mucho la literatura que da respuestas, que plantea una verdad. Aquí como el personaje muere y renace una y otra vez, el mundo va tornándose extraño; Hipólita está continuamente cayéndose y levantándose; quise, desde lo estructural-formal hacerlo así. Hay fragmentos en los que se cuenta un mismo hecho pero desde distinto punto de vista y hay huecos y trampas para el lector donde éste pueda, o no, elegir ya sea, adentrándose en el laberinto o reflexionar. En el juego de la víctima y victimario, yo creo que una de las cosas que me parece que están puestas dentro de Dios es que él es el que marca el orden de las cosas. pero el orden de las cosas es completamente estúpido; él es bastante idiota. Ha heredado su condición de dios y simplemente desarrolla su trabajo como un oficinista que le pondría un sello a una hoja, una especie de trámite, pero no distingue mucho la o por lo redondo y, sin embargo, tiene esta otra condición en la que le dice al Emisario ‘Dile a Hipólita que…’ de pronto como muy Dios, como de cierta idea de Dios. A lo mejor es sólo eso, una confrontación. Pensé que quizá habría gente a la que le parezca grosero o algo por el estilo, pero si algo intenté hacer es mostrar un dios que no fuera de una religión en particular sino una especie de Zeus, con cierta referencia a las películas mitológicas, donde está ese Dios, ese dios maquillado.”
Quizá, el verosímil (que no verídico, veraz, ni único) objeto paradoxal (ese que empieza en la realidad y acaba en el ideal) sea la voluntad. La voluntad de justicia. La necesidad de ella. La posibilidad de permitirse en el otro, con el otro, donde lo que se construye es una invención que permite deshacerte en lo etéreo hasta el juego de des-escribir en el humo y su dualidad hasta desaparecer en la soledad y el aislamiento. Ahí donde al parecer, es el único espacio posible: el no espacio: “Creo que en esta novela, más que en la anterior, la experimentación es algo que se nota claramente. Me interesan los libros que dejan muchos espacios para la reflexión. Ambigüedad, elipsis; me gusta no nombrar las cosas. Me gusta rodear, me gusta hablar de lo que está alrededor, qué pude decir el lector sobre lo que no está. Es un mundo donde hay muchas cosas que podrían parecerse al mundo de una dictadura, pero también de un mundo capitalista. La figura del Estado es tremenda en la novela y sí, están todas esas cuestiones de crítica, pero también es un mundo en el que se está como si todo estuviera fuera de su lugar, los personajes están marcados por el sinsentido, extraviados, en la perdida, a la mayoría los personajes los atraviesa la desidia…
Signo. El beso de la liebre. Significante. El otro diferente, ése a quien se le percibe pero no se le nombra ni se le reconoce, aun cuando se le roce, se le desee, se le bese…
(Actualización 2019: si quieres escuchar un poco más sobre Daniela Tarazona, dale al enlace para escuchar la conversación que sostuvieron Adriana Pacheco y la autora para el podcast #hablemosescritoras: https://www.hablemosescritoras.com/tags/233 )
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