sábado, 23 de noviembre de 2019

Tras las huellas de Tomatías...

Para Mateo y Fery

Ilustración interiores: Natalia Gurovich
Es curioso el tiempo que tardan en llegar las palabras. Las cientos de veces que una posterga, con cualquier pretexto, escribirlas, verbalizarlas, o incluso pensarlas. Pensar la palabra. Apalabrarse. Palabrear. Es cosa, a veces, de, como dice Lobo, “fijarse bien fijado”. Y sea quizá que, de vez en vez, una lo que no queire es fijarse. Mucho menos fijarse bien fijada, porque duele.

Eso pasa con las ausencias físicas. Con la pérdida de un ser querido, cercano, insustituible. Que le duele la ausencia. Que le duele extrañar. Que le duele recordar. Y uno, entonces, no puede apalabrar-se. Ni nombrar. Ni nombrarse ni nombrarlo.

¿Cómo hablar con alguien que ya no te contestará?

Si a los adultos nos lleva tiempo re-apalabrarnos, nombrarnos en el proceso de duelo, imaginemos por un segundo lo que la ausencia significa en un infante.

Lo triste, lo más triste de ello, es que uno no se hace estas preguntas, ni reflexiona en torno a la muerte, a la ausencia de un ser querido, en lo que nos significaría, ni representaría, en lo que  nos silenciaría, porque creemos, en algún lugar, que nuestros amores son inmortales. Que a nuestros amores siempre van a estar con nosotros, cerquita, cerquita.

El tema que traigo a colación no tendría mayor sentido (o sí) si este no estuviera atravesado por la historia personal (como casi cualquier circunstancia). Y sí, pasa que te alcanza la muerte. La ausencia física. De golpe. Sin avisar. Y, en un segundo, la cotidianidad deja de ser aquello que llamamos cotidianidad.

Hoy por ejemplo, se cumplen ocho semanas de que Tomás, el padre de mi hija, el abuelo de mis nietos, falleciera de manera inesperada. Sorpresiva. No la vimos venir. Él tampoco. Y, aquel domingo tan cotidiano fue y es El Domingo. ¡Con lo horrendos que son, de por sí!

Más allá de las circunstancias, que no son prioridad de este texto, entre miles de ideas desconcatenadas y diversas y cuantiosas emociones, había que explicarle, a un niño de seis años, que su abuelo, Su Abuelo, no estaría más físicamente pero que sí estaría. ¿Cómo explicárselo? ¿Cómo ayudarlo? ¿Cómo transitar con él, su dolor?

De algún modo, la creencia, ¡ay, las creencias!, es que los adultos tenemos alguna herramienta más o menos a la mano para sostenernos, que, de uno u otro modo, “nos agarramos de algo -o alguien- y también,, de uno u otro modo, “sabemos” que, con el tiempo, en el día a día, con los meses, el dolor, las emociones, las sensaciones irán pasando poco o poco y que ese proceso se llama duelo. Pero ¿y los niños?

Pensaba y pensaba en mi nieto. Y repasaba, física y mentalmente mi biblioteca infantil. Siempre recurro a loso libros más que a las películas o a las series. Trataba de acordarme de títulos o portadas. “Gogleaba” posibilidades. “Posteaba” en las redes sociales que me sugirieran títulos.

Por días, revisé libros, páginas de facebook, catálogos editoriales. ¿Por qué todos los libros que hablan sobre la muerte de los abuelos siempre dan por hecho que los abuelos son viejitos? Y, fui de libro en libro, de sinopsis en sinopsis, de recomendación en recomendación… ya era casi una afrenta. Seguro, segurísimo, debía existir un libro que ayudara a un niño de seis años, a pasar uno de sus primeros dolores fundantes. Tenía que existir.

Y mi experiencia me hace decir que, en general, uno no encuentra a los libros, sino que los libros te encuentran a ti. Y así fue. Vía una recomendación, me llegó una página de facebook con muchos libros de literatura infantil. Ahí estaba, de pronto, la portada y una breve sinopsis de un pequeño librito: “Los Rojos Camaradas” (ediciones SM, 2015) de Ana Romero (Michoacán, 1975) El libro no lo conocía, a la autora sí. Recientemente había leído de ella “Nosotras/os” (FCE), pero ese es otro asunto en el que por ahora no me detendré. En lo que sí me detuve es en un solo detalle: el abuelo protagonista de la historia se llamaba “Tomatías”. ¿Casualidad? Tenía que conseguir ese libro a como diera lugar. Lo encontré, donde acostumbro, ahora, buscar libros al click, en tiendas digitales. Y sí, ése era el libro para mi nieto. Al menos el primer libro al respecto que podría obsequiarle. Eso era lo que creía que, en tercera instancia podría hacer por él. Lo primero, lo segundo, pues estar, abrazarlo, acompañarlo, auqnue confieso que no tenía mucha idea de en cuántos partirme en esto del acompañamiento, pero ahí la llevamos, también apalabrar el acompañamiento es materia de otro costal, no de éste.

No había leído más allá de la página 25 cuando entre lágrimas y con el corazón contrito, no paré de leer. En menos de una hora, había yo devorado las 63 páginas que, en lectura digital, realmente no contabilicé, porque se contabilizan distinto dependiendo del dispositivo, pero eso también es otro asunto. También era consciente de que, para mi nieto, aun cuando está familiarizado con los dispositivos, leerle “Los Rojos Camaradas” desde la intangibilidad digital, no era precisamente ayudar. Pensé que él necesitaría el objeto, asirse al objeto, tenerlo y me parecía una empresa titánica pues, por la fecha de edición, iba a ser difícil encontrarlo en librerías. Pero, cuando el universo conspirara, las opciones llegan.

Y de post en post, de etiqueta en etiqueta, la propia autora me contactó, nos amigamos y un par de clicks después ya charlábamos. Ella ofreció darme un ejemplar. Confirmamos día y hora. Llegamos puntualísimos, mi nieto y yo, a recoger el ejemplar de su libro. En el auto nos esperaba mi hija. Ese día, casualidad o no, era también el 9no día, día en el que, además, asistiríamos, libro en mano, a la última misa y a una pequeña cena familiar. No era un día fácil. Ninguno de los anteriores (ni los subsecuentes) lo había sido, pero ése martes, en particular, lo era menos. Nos despedimos de Ana con la promesa, de Camaradas, de que mi nieto le contara qué le había parecido y cuál había sido su experiencia.

He aquí, Camarada:

Apenas nos subimos al carro, llegó la frase célebre: “Nina, ¿me lo lees?” “Mmh, sí. Así se los leo a los tres, juntos (refiriéndome a mi hija y mi nieta) pero si llegamos a destino antes de que el libro concluya, te lo acaba de leer mamá en casa, ¿va?” “Va”. El reclamo llegó en un segundo: “¿Má, por qué no se te ocurrió algo así, ni me conseguiste un libro ni nada, cuando mi abuelo murió?” “No tengo una respuesta, la verdad. ¿Lo dejamos en que nuestra historia de vida era otra?


Abrí el libro y comencé a leer. Llegamos a la página 8: “Alguien como el abuelo debería haber sido nombrado de forma especial. Única. Un nombre que no existiera porque el suyo era tan aburrido como casi todos. Por eso yo lo llamaba Tomatías. Ahora ya no lo llamo porque de todos modos no me va a responder.” Apenas hice una pausa para voltear a verlos. Mi hija lagrimeaba, mi nieto quería que no parara de leer y mi nieta comía plátano. Sí, como Ana, también es la menor y aun no habla, es muy pequeña, pero nos observaba y escuchaba con atención, aun cuando, siendo sincera, más atención le ponía al plátano dominico que disfrutaba como si no hubiera un mañana.

Ana Romero. Autora (Foto de su FB)

Más allá de revelar o no tramas de “Los Rojos Camaradas” poco a poco, cada uno de los que leíamos en familia, conectó con diversas frases e instantes. Nos reímos, lloramos, y leímos y leímos. Quise parar y dije, “chicos, creo que voy a parar la lectura, ya está oscureciendo y no se ve”, a cambio, lo que recibí es que mi hija encendiera la luz interna del coche. Llegamos a destino casi al mismo tiempo en el que yo leía la última frase. “Nina, ¿y yo cómo voy a encontrar las huellas de mi buelito?” “Nina, ¿cómo vamos a encontrar sus pasos”… Miamor, pues así, fíjate bien fijado. Algunas huellas no las vamos a poder descifrar juntos, porque te las dejó sólo a ti. Otras a mamá. Otras a mí. Unas compartidas. Otras en secreto.” “Sí como en el libro”.

Esa fue la primera vez que lo leímos. Al llegar a su casa, ya muy noche, para que se durmiera, hubo que volverle a leer el libro, hasta que se quedó dormido. Ese libro, en el que además, había tips para hallar las huellas de Tomatías, era una guía para encontrar las de su buelito. Y el libro se quedó en su cama, además, con la invitación, que no recibe cualquiera, de ser miembro de Los Rojos Camaradas y de haber conocido a su fundadora.

Así fue, Camarada Ana. Y se ha puesto mejor. Volvemos al libro de vez en vez. El ejemplar que le obsequiaste está con él, en su librero, en su recámara. En casa, vía obsequio (y porque el universo conspira, te digo) le llegó otro libro en papel y, además, accede a él de vez en vez desde el dispositivo de lectura.

¿Las huellas de Tomás? No tenemos milpa ni esos maravillosos paisajes. A cambio, tenemos la playera del América, las enseñanzas de Star Wars, el amor hacia los perros, la colección de chistes malos, malísimos, malérrimos y, seguimos buscando… las huellas del sendero están aún frescas y mi nieto, sigue reconociéndolas, buscándolas, encontrándolas: “Nadie termina nunca de irse. Nos dejan algo por dentro y eso es tan grande que es imposible desaparecerlo…”








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