martes, 30 de julio de 2019

Nostalgias


Hay ocasiones en que, para referirse a un libro (sea en una charla, sea por escrito) se cae, sin quererlo del todo, en adjetivos que si bien no califican las palabras vertidas a lo largo de las páginas si definen el sentimiento que brota de ellas. Tal es el caso de la más reciente novela de Mónica Lavín (ciudad de México, 1955), La línea de la carretera (Plaza y Janés, 2004) que antes de cualquier opinión, habría que decir que es, ante todo, una novela entrañable, simplemente porque la prosa de Mónica se deshace en sentimientos, en emociones, en vivencias que, por personales, hacen de Ana (protagonista de esta historia) un personaje, también, encantador, que permite al lector devorar las 159 páginas que conforman  esta aventura de verano en Oregon, Estados Unidos.

Curiosamente, conocí a Mónica Lavín el 2 de octubre de 2003 y mientras platicábamos sobre su libro de cuentos Uno no sabe, me pareció oportuno preguntarle sobre cómo había vivido la matanza de Tlatelolco, a lo que confesó que no se encontraba en el país en ese momento y que, aparecería, en los próximos meses, una novela sobre el anécdota. Hoy que leo esta novela, no sólo me parece escuchar a Mónica, sonriente, narrar cada párrafo sino dejando en cada capítulo la huella del pasado vivido por muchos jóvenes aquel 1968 y dejando atrás la estela de la sangre derramada a cambio de un hilo de ternura, de esperanza, de amor y regocijo por lo que la mayoría de los mexicanos esperaban: el desarrollo de los Juegos Olímpicos. Entre la juventud comunista, la adolescencia, el primer amor y la ilusión de viajar kilómetros (por primera vez) para conocer a una amiga (Kimberly) cuyas únicas referencias eran las cartas que se enviaban, transcurre la prosa de tono juvenil que ha elegido la autora de Café cortado para narrar este diario de viaje.

“Todo comenzó con aquel detalle insulso: mandó su nombre a la sección de pen pals de una revista de jovencitas. Le gustaba la idea de tener amigas por carta, le gustaban los papeles para escribir cartas, los sobres, caminar al correo que estaba cerca de su casa. Pero la única carta que había mandado había sido a su prima en Monterrey el año pasado y luego la secundaria se la tragó, a ella y a la prima, y no pensó más en escribirle. Tampoco hubo respuesta y toda carta desea ser contestada”. Así, comienza esta aventura en la que Andrés (el primer amor), Joaquín (el hermano de Ana), Kimberly, Scott, Pemela, Bill, Katy (los amigos en Oregon) se darán cita en el espacio presente, desde el pasado, para no sólo recordarnos aquel sesenta y ocho, sino aquel tiempo en que los Beatles, los hippies, Vietnam, parecen más cercanos que nunca, sin embargo, el aliento de la prosa, permite al lector, voltear hacia el cielo y, por unos momentos darse cuenta “con qué sencillez se podía rozar la felicidad”.

Lejos de casa es donde nuestra protagonista (Ana) tiene que madurar: Con la idea inicial de “inundar su habitación de pedazos del viaje” poco a poco lo que ocurre es que va armando ese pequeño rompecabezas que es ella misma y donde la lejanía de la familia, de los amigos, no sólo le permite enfrentar distintas adversidades sino que le ayuda a hacer, de la nostalgia, su mejor compañía: “Colgar el teléfono era como desprenderse de las caras de sus padres, de la sonrisa de Joaquín, era caerse al vacío de pronto. Necesitaba recuperarse (...) Adivinaba las siluetas y le hubiera gustado un abrazo. En México no pensaba en ellos, los abrazos estaban como las chamarras en esta casa, colgados en un perchero para que uno los tomara cuando quisiera. Bastaba acercarse. Separase tenía su costo”. Sí, ahí van Ana y Kimberly hacia una línea apenas perceptible pero que se piensa inacabable a lo largo de una carretera, sí, de una carretera que es la vida.

Si bien podría encasillarse La línea de la carretera, como una de las novelas de la saga de la autora para jóvenes (las anteriores serían La más faulera (1997) y Planeta azul, planeta gris (1998)) creo que es momento de que tanto lectores como críticos comiencen a voltear la mirada hacia esta autora pues parece que, su larga trayectoria le ha servido para, digamos, de Café cortado a la fecha, lograr eso a lo que tantos autores aspiran y pocos lo logran: tener un estilo propio para narrar, hacer escuchar su voz y entregar (primero a sí misma) esas respuestas que tanto se buscan al comenzar a escribir.

LAVÍN, Mónica. La línea de la carretera. Plaza y Janés, México, 159 pp.


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