Verónica Murguía (Ciudad de México, 1960) admite que
tiene una especial fascinación por la historia y más aún si ésta le desvela
acontecimientos que daten del siglo XV hacia atrás. Así, fiel a sí misma,
dejándose llevar por el impulso creativo e imaginativo que le da leer y amar la historia, surge su primer volumen de cuentos:
El ángel de Nicolás (Editorial Era,
2003), tan sui generis como Verónica
misma, pues en este libro se esculpe a golpe perfecto, la ficción en la
historia y la historia de la ficción.
Si bien la historia es un tema recurrente en la
también autora de Mi monstruo Mandarino,
es el tratamiento del tema lo novedoso, pues ha dejado atrás las narraciones
para niños y enfrenta al lector moderno a un pasado que quizá, de primera
instancia, no le importa. Sin embargo, cada palabra, cada frase, cada
narración, van encabalgadas, entregando una sinfonía poética en prosa donde el
juego escritor-lector es un camino hacia el reconocimiento de sentimientos y
pasiones, y el reto -o morbo-, de buscar a lo largo de estos siete relatos,
“grandes secretos y mentiras” de esa otra historia: la que nosotros creemos que
conocemos y si ésta es la intención de la
lectura, la del cotejo, el resultado de
la misma defraudaría al lector pues, más que paisajes históricos hay, en El ángel de Nicolás, un cúmulo de
enseñanzas humanas al estilo del budismo, aderezadas con aventuras al más puro
estilo de Las mil y una noches.
En este punto es importante recordar la trayectoria de
Verónica quien, ya en su primera novela, Auliya,
mostraba su interés por el Oriente Medio. En aquel texto, la historia
transcurría en lo que ahora es Arabia Saudita e Irak y el héroe era,
precisamente, un iraquí de la Edad Media. Podríamos hablar, así, de un proyecto
literario claro, pulcro y trabajado donde, la autora de El fuego verde, apuesta por la investigación, por la búsqueda, por
el descubrimiento del hombre y su circunstancia desde el pasado pero sin
detenerse en él.
A decir de la propia Verónica, escribir este libro era
una idea que le perseguía desde hace tiempo, sobre todo, porque era una forma
más dinámica de narración, ya que incluía proponerle al lector diversos lugares
y épocas en donde, sus propias obsesiones, el amor por personajes especiales
venían a su pluma: leprosos, mercenarios, curas, gallardos y místicos, todos
ellos emergiendo de las aguas de la historia buscando, en el estero de la
imaginación un espacio para contar su versión de los hechos. Podríamos decir
que Murguía es sólo la escriba que da forma al pergamino de la sensibilidad
humana.
En cada historia que conforma este libro de relatos
existe otro camino que el lector podrá recorrer sin cortapisas: el redescubrimiento
del valor de la palabra que deja, conforme avanza la lectura, el goce estético
que abre la puerta al dolor poético aun cuando dichos sentimientos no haya
manera de suavizarlos. A este respecto, Verónica me comentó: “Yo lo único que
quería hacer era hablar del dolor de la mejor manera; que mi prosa fuera lo más
precisa y, al mismo tiempo, lo más útil; por ejemplo, admiro muchísimo a
Zolá pero soy incapaz de acercarme a esa
prosa tan naturalista; amo a Flaubert y, curiosamente fue hasta cuando ya había
trabajado “Herodias” -uno de los relatos incluido en este volumen- que leí el
suyo y, entonces, volví a trabajar el mío; tuve que releer La leyenda de San Julián, una historia medieval, y me ganó el
llanto en un momento específico del Evangelio. Entonces, retomé otro episodio,
lo pulí y lo volví a pulir para que el libro fuera lo más nítido posible.
Pero, tras la prosa poética de la autora hay, en cada
rincón del pasado, la reflexión hacia el presente. Como ejemplo, el mismo
relato que da título al libro, pues, según me contó, uno de los temas que más
le preocupan es la violencia en general y, “ante la impotencia, sólo queda la
introspección, la invitación a pensar de manera individual en el entorno y
evitar la generación de más violencia. Nicolás, de algún modo, es un niño
miserable que ya no puede llorar más; está imbuido en un silencio obligado, es
un testigo de la caída de Constantinopla muy semejante, en la actualidad a la
matanza de Acteal.” En palabras de Nicolás, que más parecen de Sócrates, cierto
es que, de todo hombre “es penitencia saber que la muerte por la espalda no se
detendrá mientras haya hombre sobre la tierra”.
Cada una de las historias y de sus consecuentes párrafos
que conforman este pergamino moderno de reciente aparición, muestra a una
narradora sólida, congruente con su tiempo y su entorno y, aunque el referente
inmediato sea “ ¡ah!, ella es la autora de El
pollo Ramiro, tiene muchos más caminos narrativos que mostrarnos. Esta es
una nueva vertiente de exploración crítica, al ser de las pocas escrituras de
nuestros días, imposible de etiquetar o agrupar en una cierta corriente. No le
interesa, dice, la literatura “femenina” o “romántica”, pues, para ella, “hay
problemas más urgentes que hacerle propaganda al amor de pareja”. Pero, ¿qué
piensa la autora de su propio libro? “Yo siento que al escribir este volumen no
me traicioné y, a lo mejor, no lo compra ni mi abuelita, pero ni modo, es esto
lo que escribo. Nunca he tomado un taller y la única vez que lo intenté mi
tutora me dijo varias veces que no era interesante mi rollo exótico, que lo que
los mexicanos querían leer era la realidad mexicana contemporánea, la gran
novela de la Ciudad de México; yo le dije, ‘caray, que le escriban otros porque
yo no puedo pasar del siglo XV y se acabó’. Escribo puras necedades que sólo me
interesan a mí; la política ya la abordo en mi columna periodística en La Jornada Semanal y, aunque lo hago de
manera humorística tiene una investigación; leo la actualidad para escribir los
artículos. Me lo tomo en serio aunque sea de chiste, pero, hablando de
literatura, no puedo escribir de otra cosa más que de lo que escribo; ya traté
de hacerlo y no pude. El ángel de Nicolás,
y no sé si decirlo en pro del libro o en pro de toda la situación de lectura en
nuestro país, debe ser una invitación a que leamos otras cosas, porque también
hay sectarismo y racismo en las lecturas. Mi objetivo principal era, a fin de
cuentas, que libro estuviera bien escrito. Que el lector decida si lo logré”.
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